Cuando hablamos de violencia laboral, tal vez llegan a nuestra mente de manera casi inmediata escenarios de mobbing, acoso, abuso de poder, hostigamiento, o cualquier acción que tenga como fin la anulación gradual de la persona al punto de mermar su autoconfianza en el trabajo. Frecuentemente solemos abordar el tema de una manera que nos asegura quedar fuera del mismo.
Con facilidad podemos reconocer estas conductas en otras personas, las denominamos coloquialmente ‘toxicas’, señalamos a quienes tienden a ejercer estos actos. Sin embargo, ¿seríamos capaces de identificar estas acciones en nuestra propia persona?
Un factor clave en la búsqueda de bienestar, es comprender que la violencia requiere de diversos factores para surgir y mantenerse. La violencia como acto está presente en la vida cotidiana, por lo que nos afecta a todas y a todos en una infinidad de maneras. Precisamente, dentro del ámbito laboral existen determinados elementos que forman parte del día a día, tales como el estrés, diferentes formas de pensar y de actuar, que favorecen las tensiones y conflictos. Mismos que desembocan en comportamientos violentos, agresivos u hostiles, muchas veces tan sutiles que llegan a ser difíciles de detectar para las personas involucradas, pero que merman de manera importante la calidad de vida y el clima laboral. Por lo que estaríamos en un error mayor si nos consideramos en excepción de la posibilidad de que en algún momento, bajo alguna circunstancia hayamos ejercido violencia contra alguien.
El reconocer en qué momentos y con qué personas nos hemos permitido cometer actos violentos, nos abrirá un espacio para conocernos mejor y construir recursos para relacionarnos desde otro lugar; al mismo tiempo, nos permite cuestionarnos sobre los estados emocionales que nos habitan, y sobre las elecciones que hemos tomado que nos han conducido a sentirnos de tal manera.
Reflexionar acerca de los lugares y entornos que hemos hecho nuestros y la forma en la que estos elementos impactan en nuestras conductas y emociones, abrirá la oportunidad de identificar el o los detonantes y la manera en la que fomentan o retroalimentan estas acciones. Este ejercicio es vital para mantener espacios seguros de convivencia.
Entre más nos permitamos cuestionar nuestras conductas con apertura para comprender, más nos aproximamos a desmantelar la violencia, mirarla de frente, y de manera honesta detectar los elementos que la fomentan, tanto en nuestra propia persona como en colectivo. Por ende, podremos atender la problemática y cuidarnos en conjunto.
Es importante acotar, que no hablamos de aceptar la violencia en la línea de tolerarla, o simplemente aceptar que ejercemos violencia como un acto natural, sino más bien, de abrirnos al autoconocimiento que nos permita tener una mirada objetiva y profunda sobre nosotras y nosotros mismos.
En concreto, todas y todos estamos propensos de ser parte de un escenario violento, tanto de ejecución como de recepción. Es verdad que el hacerlo consiente y aceptarlo nos vulnera; nos recuerda nuestra calidad humana, que es falible y que se ha adaptado a diversos contextos para continuar. Sin embargo, hacerlo también nos devuelve la facultad de modificar la forma en la que abordamos nuestras relaciones.
Construir nuevas formas de interacción desde el cuidado y la responsabilidad, es sumamente importante para reparar tejidos sociales, sabemos que la violencia tiende a ser una cadena que va replicándose en el trabajo, hogar, escuelas y en las calles. El abordar estas conductas desde la responsabilidad personal, brinda la posibilidad de sanarnos de las veces que de alguna u otra forma, hemos sido víctimas de ella, al tiempo que nos permite cuestionarnos las maneras de afrontar las dificultades cotidianas y encontrar nuevas y mejores soluciones.